Rincón de escritura
por María José Ferreira
por María José Ferreira
Durante tres
semanas de encierro Marcos buscó inspiración en sus anotaciones, intentaba
escribir algo que no tuviera que ver con la pandemia y no podía, no le gustaba
esa palabra ni la sensación incómoda que estaba viviendo.
El aislamiento
se prolongaba indefinidamente, como los trabajos manuales que postergaba de la
mañana para la tarde y de la tarde para el día siguiente. Despreciaba las
noticias donde siempre escuchaba lo mismo, al punto que ya no sabía si era
anarquista o conservador, o ambas cosas. Había pasado por un primer momento de irrealidad
y ahora se encontraba en plena crisis existencialista. “Escribir, vestirse a la
mañana, afeitarse, ¿para qué?” se preguntó si no estaría deprimido.
Ya no hablaba
con su mujer, sentía que no tenían temas nuevos de conversación y le daba una
gran pereza volver siempre sobre lo mismo. En un acuerdo tácito dividieron la
casa, mientras ella ocupaba la cocina él aprovechaba el baño, si ella veía
televisión en el living, él leía en el dormitorio. Se cruzaban en los espacios de circulación,
como quien se cruza con un vecino en el pasillo del edificio. El departamento
tenía un pequeño rincón mal iluminado que ella no utilizaba, en ese rincón se
encontraba la computadora donde él se sentaba a escribir. Muchas horas pasó en
ese rincón, obsesionado con su torpeza, no podía evitar los sentimientos
apocalípticos alentados por las imágenes que ahora lamentaba haber visto en las
redes sociales al comienzo de la cuarentena.
Una madrugada
cuando las sirenas le parecieron más alarmantes y hasta creyó oír disparos, se
presentó la pregunta. ¿Qué habrán escrito quienes escribieron durante las
guerras? Debió haber sido imposible
eludir el tema, el absurdo debió penetrar hasta las situaciones más íntimas. Consideró
absurdo, un sustantivo pertinente. Por otra, parte puesto que el mundo ya no
era el mismo y que nadie podía anticipar cómo sería después de la pandemia, no
veía la posibilidad de escribir algo que fuera verosímil, y continuaba la
pregunta ¿Podría alguien escribir durante la guerra ignorando la guerra? ¿O
encontrar palabras el 11 de septiembre en Nueva York para otro cuento? ¿Y si
alguien lo hiciera sería eso admisible? Estos y otros interrogantes similares
lo llenaban de zozobra por saberse en un callejón sin salida.
El día
transcurrió y no volvió al rincón de la computadora hasta la noche en que
distraído oyó un pequeño ruido cerca del mueble donde guardaba el papel. No
hizo caso, se había permitido distraerse de su obsesión con una revista
deportiva.
Esa noche, durmió
mal, las luces se metían en la habitación por la hendija de la persiana,
haciendo el recorrido de la pared del lado opuesto, en azul o rojo
intermitente. Oyó sobrevolar la ciudad ¿Cuánto habrá durado un bombardeo?
¿Cuánto habrían tardado la reacción de los dispositivos de emergencia y de las
radios entonces? Algo crujió en algún lugar, no logró identificar el sonido porque
se mezcló al torrente de ruidos y ecos de su mente.
Al levantarse se
empeñó en una tarea doméstica que para su alivio le asignó la mujer, obedecerle
lo liberaba por un rato de su propia tiranía, hasta la noche en que le
arrebataría el sueño nuevamente.
Después de cenar
se quedó sentado en la cocina fumando un cigarrillo. Un crujido esta vez más
nítido lo sacó de sus reflexiones, venía de su rincón de escritura, se dirigió
al lugar, pero no vio nada. De nuevo en la cocina encendió otro cigarrillo, fue
un golpe seco, sabía que algunas armas disparan golpes como ese, lo había visto
en las películas, había visto matar a quemarropa sin ruido, “una forma más
discreta que la obscenidad de la guerra o de la pandemia, en la que montañas de
cuerpos esperan entrar en una fosa común”. Permaneció un rato en estos
pensamientos, más tarde les atribuiría la responsabilidad sobre su descontrol.
Se fue a dormir, su cuerpo empezaba a fallar.
El día siguiente
transcurrió igual a los anteriores, había perdido la cuenta. Su mujer le dijo
que encontró la pelota de goma que usaba para calmar los nervios, en una
esquina del pasillo, no se explicaba cómo había llegado hasta ahí, ella
limpiaba todos los días.
Él no le dio
importancia, había dejado de escucharla. En plena invasión, un escritor en
Bagdad, ¿suspendería su escritura por mucho tiempo?, seguramente su escritorio sería
bombardeado, igual que toda la ciudad, y estaría imposibilitado de conseguir
papel y bolígrafos en caso que su computadora quedara bajo las ruinas de su
casa, o lo más probable, que teniendo la computadora no tuviera electricidad
para cargar la batería. ¿Ese escritor, registraría lo que veía? Vio el
departamento destruido, oía a su mujer llamando entre los escombros. Se
representó una escena de supervivencia, saliendo del derrumbe y refugiándose de
las explosiones; el escritor, ¿sería lo suficientemente previsor como para
llevar una libreta en el bolsillo previendo lo inimaginable antes que todo
empiece? ¿Y podría imaginar otra cosa después?
“Marcos!” su nombre, ese era su nombre y ella
lo estaba pronunciando, lo gritaba, su nombre bien claro. “Marcos! ¿Qué te pasa? ¿No la has visto?”
No había notado
que el departamento estaba totalmente a oscuras, enfrente tenía una montaña de
garabatos de aviones alumbrados por la luz celeste de la computadora. “¿Has
oído las bombas?”. “No Marcos, hay una
rata en tu armario, tenés que matarla.”
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